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La ficción de la realidad



La realidad es un padre horrendo, hediondo y brutal que nos maltrata. Como no podemos escapar de él, nos refugiamos en la hermosa ficción.
Miguel Campion


            Dicen que la realidad supera a la ficción; que la mente de un ser humano no puede competir con la inventiva del azar y de las decisiones colectivas; que, por muchos mundos que ideemos, jamás podrán compararse con la riqueza del nuestro.
            Quizá sea verdad. Puede que, en el fondo, cualquier historia ficticia no sea más que un burdo reflejo de una tragedia real. Pero ¿cómo evitarlo? ¿Cómo crear, con las escasas piezas de que disponemos, un puzle capaz de eclipsar a un universo que contempla todas las combinaciones posibles? El ser humano no aspira a diseñar una alternativa ficticia o una realidad paralela. El fin último de una historia, de un mensaje, de una narración o de una obra de arte no es convencer, sino transmitir. Pues, al fin y al cabo, ¿qué esperamos de ellos, más que hermosos engaños?
            Existe un acuerdo tácito entre escritor y lector: el primero tratará de sorprender al segundo; el segundo callará, creerá, sentirá y olvidará. Pero olvidar no significa aquí dejar atrás cualquier recuerdo sobre la línea argumental, los personajes, el principio de una historia o su amargo desenlace. Olvidar supone eliminar toda huella de las emociones que el texto ha logrado infundir en su corazón. Así, cuando llegue el próximo escritor, con su librito bajo el brazo y su vanidosa sonrisa de persona realizada, el lector podrá volver a experimentar las mismas emociones, a llorar con personajes cortados por el mismo patrón, a recrearse en las sonrisas de un protagonista profundo y profundamente repetitivo.
            No todos son así, claro. Pero muchos sí; por eso se ensalzan tanto las figuras de aquellos artistas que logran salirse de los cánones habituales y diseñar alternativas creíbles. Pero, a pesar de todo, ni siquiera ellos podrán nunca transmitir a los ávidos lectores emociones que no hayan experimentado con anterioridad. Los seres humanos podemos diferenciar un número limitado de sensaciones, y son estas las que el artista debe conjugar para alcanzar la meta que se haya marcado. Es por esto que temas recurrentes como el amor, la amistad o el deseo de venganza monopolizan los estantes de las mejores bibliotecas del mundo. Son pocos los libros que no acogen entre sus líneas la historia de un hombre solitario, o de dos tortolitos separados por las circunstancias, o de una mujer obligada a enfrentarse a la opresora sociedad que nos ha acompañado durante milenios… No existe un catálogo ilimitado de leitmotives del que se pueda echar mano ante una situación de bloqueo creativo; tan solo distintas formas de emplearlos.

            Y, aun así, a nadie se le ocurre imaginar un mundo en el que estas repetitivas estructuras dejen de impresionar al ser humano, de emocionarlo, de alejarlo de sus rutinas. ¿Por qué, si tan predecibles son, no dejamos de consumir estas historias? ¿Por qué, si la realidad supera a la ficción, no alzamos la vista en busca de esas grandes vivencias que campan a nuestro alrededor? Quizá sea porque, en el fondo, lo único que queremos es huir de la verdad; porque esa hermosa mentira es más llevadera que la triste realidad; porque hay vidas que jamás podremos experimentar; porque, aunque el mundo real supere a la ficción, esta nos lo puede hacer olvidar. Porque es más seguro vivir en la ordenada mentira que en la impredecible ficción de la realidad.

Celia Gallego

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